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  • Writer's pictureDenis Al Vino

El epitafio de Miravet

El día que cayeron los últimos Templarios



A lo largo del último año solo he podido pensar en la memoria de mi doncella. ¿Es posible que la historia me haya puesto en este camino para sufrir la crueldad de su ausencia? Mis ojos y nuestro amor que surgió en Miravet ya no son los mismos como hace un año. Antes de que empezara el asedio de las tropas reales del despiadado Jaime II, todo era perfecto en nuestras vidas. Mi deber y entrega fiel a la Orden de la Temple marcaba la disciplina a una vida llena de amor y felicidad entre Annabella y yo.


No entiendo porqué la humanidad tiene ese afán constante de vivir ligado a la autodestrucción. Hombres que matan hombres en nombre de otros hombres que nunca se acordarán, precisamente, de ningún hombre. No entiendo mi  papel siendo partícipe de este martirio. ¿Acaso la humanidad ya no tiene suficiente castigo con  todas las atrocidades sufridas en el pasado? No lo entiendo. Annabella murió en mis brazos cuando defendíamos juntos el honor de nuestro castillo. Vi como sus ojos me miraban mientras agonizaba lentamente.


La dulzura plasmada en su rostro lleno de valentía como cuando se espera a la muerte, es algo que nunca podré quitarme de la cabeza. Annabella ha muerto rindiendo honor a la Orden de la Temple que fue durante muchos años nuestra razón de ser. Miravet merecía nuestro sacrificio y así sucedió. Annabella se fue junto a muchos de mis más leales amigos. Nunca entenderé cómo estas tierras del mediterráneo fueran capaces de soportar las barbaridades que la espada produce y el escudo no defiende.


El drama histórico que vivimos los combatientes del Ebro, en defensa de Miravet, ya no tiene sentido. Hemos perdido la esperanza y las ganas por seguir adelante. Ya no existe la gracia que, en su entonces, el conde de Barcelona Ramón Berenguer IV nos otorgó a la Orden de la Temple. Queda claro que ya no son momentos de bonanzas ni alientos. Ahora mi mente deambula como un fantasma en búsqueda de su propio cadáver. Han muertos mis amigos y superiores. Ha muerto el amor de mi vida y con ella todo rastro de esperanza. Ha muerto mi espíritu y con eso mis ganas del mañana.


Las tropas reales nos han apresado, sin compasión alguna, durante la madrugada. No quedamos ni la cuarta parte de los que éramos en 1307. Los soldados y algunos traidores franceses a la Orden de la Temple se burlan en nuestras caras humillándonos constantemente de forma física y psicológica. Anuncian que la muerte sería nuestra mejor clemencia. Sin embargo, el murmullo sobre nuestra expulsión de las tierras benditas del Ebro va en aumento y con ello la perpetuidad del castigo también. No existe peor pena que vivir sumido en  la derrota. Sí, con vida pero sin alma.


¿Acaso eso es vida? No es un premio sobrevivir como un derrotado cuando muchos de los nuestros murieron sin clemencia alguna. La celda para los perdedores es la más triste de todas. No existe dignidad ni honor que defender. A lo mejor el enemigo tiene razón al decir que la muerte sería nuestra mejor salida ante esta impotencia y vergüenza. Es 1308 y no tengo fuerzas para poder seguir adelante y es por eso que escribo esta nota para despedirme de todo lo que pudo ser pero no fue. Aragón reclama la cabeza de los perdedores y yo soy uno de los primeros voluntarios para ofrecerme a la muerte.


Es hora de terminar  con mis recuerdos de gloria al lado de Orden de la Temple. Es hora de desaparecer de la geografía de las hermosas tierras del Ebro. Es hora dejar mi nombre de Dioniso de los Bosques para convertirme en polvo eterno. Annabella me espera en su regazo y con ella el premio consuelo de saber que mi vida ya no es tan satisfactoria como sí lo será mi muerte.



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